miércoles, 25 de marzo de 2009

CAPITULO XI: Factor histórico y económico

Un elemento constitutivo de la nación es un pasado común; la sensación de haber compartido una historia. Pues bien, este elemento no se da plenamente en el Perú. Debemos aclarar que hemos vivido siglos a partir de 1532 dentro de un territorio, pero no fraternalmente. A veces enfrentados sangrientamente (Túpac Amaru sería el ejemplo mayor con ciento veinte mil muertos en un espacio demográfico que no pasaba del millón de habitantes). El racismo, igualmente, nos ha dividido muchísimo. De allí la importancia de la futura acción magisterial y cultural en general para restañar aquellas heridas y tratar de lograr, como lo quería Ventura García Calderón, un «mea culpa» del sector criollo.
Felizmente contamos con un pasado que sí nos une. Curiosamente, es el que no hemos vivido conjuntamente, el del Incario, el de las épocas prehispánicas en suma. En torno a ese gran tronco antiguo se han dado cita casi todos los peruanos. No es mucho, pero es un excelente punto de partida. Se dirá que es más emoción y sentimiento que otra cosa, pero ya es un inicio. Sobre ese horizonte se unen un Manuel González Prada, un Emilio Choy, un Fernando Szyszlo, un Nicomedes Santa Cruz, un Julio C. Tello, una Tilsa Tsuchiya, un Martín Chambi y un Evaristo Nigkuak. Sin diferencias de ideología y aún de clase social. Porque eso es la nación, entelequia por encima de categorías ajenas a la identidad.
Factor de sostén de la nación es la idea de un porvenir compartido por todos los que la integran. En el Perú se ha ido desarrollando poco a poco esta noción. A menudo han sido los invasores extranjeros, sobre todo los chilenos durante la Guerra del Pacífico, quienes con sus tropelías contribuyeron a dar a los peruanos andinos de las comunidades la idea de pertenencia al Perú, según tesis elaborada por algunos autores; ello primordialmente respecto a la vinculación de los pobladores del agro con la sociedad urbana blanco-mestiza.
En la actualidad, sin duda, una mayoría ve un Perú proyectado hacia el futuro, pero probablemente gruesos sectores tienen ideas algo distintas sobre aquel mañana. No todos ven un porvenir compartido, lo cual acrecienta el rol que deberá desempeñar el magisterio para consolidar lo que se entiende como Perú.
La nación requiere de unidad económica, relativa por lo menos. Entiéndase que no se trata de igualdad económica. La constitución de la nación es ajena a las clases sociales y a sus luchas internas. Requiere sí una integración económica, aunque fuese muy injusta. De esta suerte, la mayoría abrumadora de peruanos estamos integrados, en una u otra forma, a un sistema que posee, no obstante, varias aristas diferentes y hasta más de un modo de producción. El panorama se complica si miramos hacia el pasado, pues época hubo en que se registraban distintos sistemas en el país (esclavista, comunista primitivo, feudal, protocapitalista, etc.). Quizá fue el Haya de la Torre de la década del veinte y del treinta el primero en relevar esta dispar y simultánea conformación de la colectividad peruana. Lo hizo con su conocida metáfora del viaje a lo largo de la Historia Universal, concebida al cruzar por el país, saltando de una etapa histórica a otra, desde el comunismo tribal de grupos amazónicos hasta enclaves imperialistas del capitalismo.
En la actualidad sólo diminutos grupos selváticos marginales escapan a una vertebración económica «nacional»; en diversas proporciones, muy diversas, todos se orientan desigualmente hacia un mercado, que controla el grupo blanco­mestizo, el cual a su vez depende de fuerzas del exterior.
Sociedad semicolonial dependiente, el Perú vive un «capitalismo salvaje» si aceptamos la clasificación de Juan Pablo II en relación a los países en los que prima el «todo vale» en pos de la riqueza. Pero en verdad, se trataría de un paleo­capitalismo , extremadamente desigual en su desarrollo y con vigorosos rezagos de épocas supuestamente pretéritas (feudalismo andino colonial: despotismo incaico, etc.).

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